La reciente crisis en el sistema de pulseras antimaltrato ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad de los mecanismos de protección destinados a las víctimas de violencia machista. En 2024, un problema en la migración de datos de estos dispositivos, que controlan las órdenes de alejamiento, provocó que durante meses no se registraran los movimientos de agresores. Esta situación, reconocida por la propia Fiscalía en su memoria anual, condujo a un “potencial desprotección” y a un aumento en el número de sobreseimientos provisionales y absoluciones.
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En un intento por calmar las inquietudes, la Fiscalía General del Estado ha afirmado que “las víctimas estuvieron protegidas en todo momento, porque los dispositivos funcionaban”. La ministra de Igualdad, Ana Redondo, respaldó esta afirmación, sosteniendo que los fallos fueron “puntuales” y que la seguridad de las víctimas no estuvo en riesgo. Este problema, según las autoridades, se debió a la transición entre las empresas adjudicatarias del servicio, de Telefónica a la UTE Vodafone-Securitas, y se limitó a la incapacidad temporal de acceder a ciertos datos.
La distinción es crucial. Según el diario El País, no se trató de que las pulseras dejaran de emitir alertas ni de que las víctimas quedaran desprotegidas. Los dispositivos continuaron funcionando como sistema de control en tiempo real, aunque los errores en los registros afectaron la trazabilidad judicial necesaria para probar un incumplimiento ante un juez. Esto resultó en que algunos procedimientos por quebrantamiento de condena se archivaran provisionalmente, hasta que se recuperaron los datos y se reabrieron los casos.
Sin embargo, esta explicación técnica plantea preguntas preocupantes. ¿Cómo se puede confiar plenamente en un sistema que, como admite la Fiscalía, no pudo aportar pruebas en los tribunales durante meses? ¿Qué ocurre con las víctimas cuyos procesos contra sus agresores quedaron suspendidos? La confianza en las instituciones es un pilar fundamental en la lucha contra la violencia de género, y una vez dañada, no se recupera fácilmente.
En un contexto donde el 88% de los ayuntamientos no proporciona policías para proteger a las víctimas de violencia machista, la percepción social juega un papel esencial. Las mujeres necesitan sentirse seguras, no solo estarlo en términos técnicos. Cuando se habla de “potencial desprotección” o de un funcionamiento “deficiente” durante meses, el mensaje que se transmite es claro: el sistema no es infalible. En un ámbito tan delicado, cualquier fisura puede resultar devastadora.
La situación ha llevado al Partido Popular a exigir la dimisión de la ministra Redondo, acusando al gobierno de “irresponsabilidad criminal”. Más allá del ruido político, los fallos técnicos se han convertido en un arma en un contexto donde cada decisión relacionada con la violencia de género es analizada minuciosamente. El debate se desplaza así de la seguridad real de las víctimas hacia una pugna por el relato, donde lo que importa no es solo lo que sucedió, sino cómo se interpreta.
Las pulseras antimaltrato simbolizan la promesa institucional de que la tecnología está al servicio de la protección. Sin embargo, este símbolo se ve amenazado cuando surgen grietas. A pesar de que se insista en que el sistema “salva vidas a diario”, cada error erosiona la credibilidad necesaria para que cualquier política pública de protección tenga sentido.
El comunicado de la Fiscalía tiene como objetivo cerrar filas y disipar alarmas, pero revela una fragilidad más profunda en los sistemas que dependen de cambios empresariales, migraciones de datos y errores burocráticos. En última instancia, no se trata solo de si los dispositivos funcionaron o no, sino de si las víctimas pueden dormir tranquilas, sabiendo que estarán protegidas en todo momento. La tecnología puede ofrecer protección, sí, pero la confianza social se construye día a día y se puede perder en un instante.
