La reciente aprobación del decreto que regula la situación de los menores migrantes en Canarias ha suscitado un intenso debate político. Este documento, aunque imperfecto, reconoce la alarmante realidad de más de 5.000 menores bajo tutela en el archipiélago. Establece que la capacidad ordinaria de cada comunidad autónoma debe fijarse en 32,6 plazas por cada 100.000 habitantes y define una «contingencia migratoria» cuando dicha capacidad se triplica, lo que implica que el Estado deberá trasladar a los menores a otras comunidades en un plazo máximo de quince días si Canarias se encuentra desbordada.
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Sin embargo, la letra pequeña del decreto ha generado críticas. Cataluña y el País Vasco, gobernadas por socios del PSOE, quedan exentas del reparto obligatorio de menores por el «esfuerzo previo» que han realizado. No es que ambas comunidades carezcan de plazas —Cataluña cuenta con 2.650 y el País Vasco con 731—, sino que el Gobierno ha optado por proteger a sus aliados políticos en el Congreso. Este enfoque ha suscitado acusaciones de cinismo, ya que el criterio que prevalece es el cálculo político, dejando de lado la justicia y solidaridad interregional.
La respuesta a esta situación ha sido igualmente previsiblemente conflictiva. Diez comunidades autónomas, gobernadas por el PP y Castilla-La Mancha del PSOE, han anunciado su intención de llevar el decreto ante el Tribunal Constitucional. Además, el Gobierno de Madrid lo ha impugnado ante el Tribunal Supremo, y Baleares amenaza con solicitar una suspensión cautelar. Esto podría significar que el mecanismo de traslado de menores quede paralizado durante meses o incluso años, dependiendo de la celeridad de los tribunales y de la voluntad de recurrir.
Baleares, por su parte, no solo se une al frente del recurso, sino que también exige la activación de Frontex en sus costas, como si la llegada de pateras fuera un problema exclusivamente suyo. Este comportamiento pone de manifiesto la falta de solidaridad entre las comunidades autónomas españolas, que durante años han considerado la migración como un asunto que afecta únicamente a Canarias, Ceuta o Melilla.
El hecho de que el decreto reconozca que el problema migratorio es nacional, y no meramente regional, se presenta como un avance. Sin embargo, la realidad es que el éxito del mismo depende de la voluntad política de los gobernantes, lo que plantea dudas sobre su efectividad. Aunque se anuncia una financiación de cien millones de euros, de los cuales 24,3 millones irán a Canarias, el dinero por sí solo no es suficiente sin un compromiso real para abordar el problema.
La situación de los menores migrantes en Canarias, que siguen viviendo en campamentos improvisados y en instalaciones saturadas, pone de relieve la urgencia de una solución. La implementación del decreto podría ser vista como un alivio momentáneo, pero la falta de equidad y sentido común en su aplicación subraya que, en última instancia, lo que prima es el cálculo político. La pregunta que queda es si, en un año, se habrán realizado los traslados necesarios o si se volverá a comenzar con nuevas promesas y la misma insolidaridad de siempre.