El amor cristiano se enriquece profundamente al establecer una relación íntima con la Virgen María, figura maternal que refleja el amor de Dios hacia sus hijos. En este contexto, es fundamental reconocer que el amor de una madre, aunque poderoso, no es perfecto, mientras que el amor divino sí lo es.
El amor materno y su imperfección
El amor materno se caracteriza por ser sacrificado y desinteresado, un amor que se entrega sin esperar nada a cambio. Sin embargo, este amor, por ser natural, está sujeto a imperfecciones. A diferencia de ello, el amor de nuestro Dios es perfecto y se asemeja al de un padre con corazón de madre.
La figura de la Virgen María se convierte en un puente entre la humanidad y el amor divino. Al darnos a María, Dios nos ofrece un ejemplo de cómo vivir este amor en nuestras relaciones. Ella es la primera mediación de Dios en nuestras vidas, un reflejo del amor que nos brinda a través de nuestras propias madres, siempre que se encuentren en sus cabales.
La importancia de una relación personal con María
Para quienes aún no han descubierto esta conexión, es esencial abrirse a la relación con María. Ella es el camino más corto para llegar a su Hijo, Jesús. La invitación es clara: quienes ya tienen una relación devocional con ella deben avanzar hacia una conexión más personal, solicitando a Dios que María entre en sus vidas.
La metáfora de «nacer de nuevo» que nos presenta Jesús puede interpretarse también como «entrar en la placenta» de la Virgen Madre, sumergiéndonos en el agua del Espíritu Santo que fecundó su ser. Este proceso no solo revitaliza nuestra fe, sino que también nos aleja de las aguas estancadas de la vida cotidiana.
Así como repetimos la frase «A Jesús por María», es igualmente válido afirmar que «A María por Jesús». Este ciclo de amor y devoción nos ayuda a profundizar nuestra fe y a vivirla de manera más plena, convirtiendo la relación con María en un elemento esencial de nuestra espiritualidad.