Amaia Arguiñano, hija del conocido chef Karlos Arguiñano, ha tomado las riendas de la Bodega K5 en Aia, Gipuzkoa, donde ha transformado su vida al dejar atrás el mundo de las motos para dedicarse al vino. Con 15 hectáreas de viñedo y 15 de bosque, Amaia se enorgullece de cultivar la variedad local hondarribi zuri, y asegura que cada vendimia es una experiencia emocional que la conecta con su familia.
“Siempre he apreciado el privilegio de vivir aquí”, afirma Amaia, quien a lo largo de su vida ha viajado mucho, pero siempre ha vuelto a su hogar. Después de completar sus estudios en ingeniería técnica mecánica y en ingeniería superior industrial, decidió explorar el mundo del motociclismo, donde trabajó durante siete años en un equipo de competición. Sin embargo, la necesidad de estabilidad familiar la llevó a cambiar de rumbo.
El legado familiar y la presión del apellido
Amaia reconoce que, a pesar de ser la única de su familia con un título universitario, siempre se sintió parte de un entorno masculino, dado que creció con cinco hermanos. “En el mundial de motos solo había dos mujeres en los equipos técnicos, pero no me sentía fuera de lugar”, explica. Sin embargo, cuando decidió regresar a casa para trabajar en la bodega familiar, la presión por el apellido Arguiñano se hizo palpable.
“Casi siempre he ocultado mi apellido, incluso para hacer reservas en restaurantes”, admite. A pesar de ello, ha logrado establecer su propia identidad en el mundo del vino, donde se ha enfocado en crear un producto de calidad que trascienda el txakoli tradicional. Desde su entrada en la bodega, ha impulsado la producción de 70 000 botellas al año, incluyendo vinos innovadores como el Kaiaren, que recibió 96 puntos en Decanter.
Un futuro prometedor en la viticultura
La bodega, que comenzó hace veinte años, ha experimentado cambios significativos bajo la dirección de Amaia. “Al principio me dediqué a aprender, pero luego quise hacer algo más premium”, señala. Además, ha abierto la bodega al enoturismo y ha creado una tienda online para expandir su alcance.
La pasión por el vino y el deseo de dejar un legado son evidentes en las palabras de Amaia. “Mi padre podría haber optado por una inversión más segura, pero decidió plantar 50 000 cepas para que las futuras generaciones puedan disfrutar de este vino”, expresa con emoción. Esta conexión con la tierra y la herencia familiar es lo que define su trabajo diario.
En su tiempo libre, Amaia disfruta de las reuniones familiares, donde todos se reúnen para compartir comidas en el caserío de sus padres. “Pueden llegar a ser unos treinta en total”, dice con una sonrisa. La cocina es un esfuerzo conjunto, donde sus hermanos y su padre se encargan de los fogones.
Finalmente, su relación con Juan Mari Arzak, su padrino, también ha dejado una huella en su vida. “Es un lujo conocer la alta gastronomía desde pequeña”, comenta. Recuerda con cariño que, a los dieciocho años, pudo invitar a dos amigas a cenar en su restaurante, una experiencia que califica como un “regalazo”.
Amaia Arguiñano continúa su camino en el mundo del vino, llevando consigo el legado familiar y la pasión por la tierra que la ha visto crecer, mientras se abre paso en un sector donde la tradición y la innovación van de la mano.
