Los veranos de nuestra infancia, llenos de juegos y descubrimientos, parecen haber perdido su esencia a medida que crecemos. La percepción del tiempo cambia, y lo que antes se sentía como un periodo eterno se convierte en un suspiro fugaz. Esta sensación de que los veranos son más breves se debe a múltiples factores psicológicos y emocionales, según diversos estudios en el campo de la psicología y la neurociencia.
La subjetividad del tiempo
El tiempo es un concepto objetivo, marcado por relojes y calendarios, pero su vivencia es profundamente subjetiva. En la película Antes del amanecer (1995), una sola noche en Viena se transforma en una experiencia monumental, evidenciando cómo la intensidad emocional y la novedad pueden estirar la sensación temporal. Nuestro cerebro no procesa el tiempo de manera lineal; lo hace en función de la novedad y los recuerdos que almacenamos. Cuantas más experiencias nuevas vivimos, más largo se siente el tiempo.
Durante la infancia, cada verano está repleto de “primeras veces”, desde nuevos amigos hasta actividades desconocidas. Esta abundancia de experiencias provoca que los días parezcan más extensos y variados. En contraste, a medida que envejecemos, nuestra atención se dispersa, y el cerebro deja de registrar detalles significativos, lo que resulta en recuerdos más escasos y una percepción de tiempo más comprimida.
La atención y el estrés como factores determinantes
La forma en que gestionamos nuestra atención también influye en cómo percibimos el paso del tiempo. Los adultos suelen vivir los veranos con prisas, organizando viajes y atendiendo múltiples responsabilidades, lo que reduce su capacidad para disfrutar del presente. Por otro lado, los niños son capaces de sumergirse por completo en una actividad, lo que les permite vivir cada momento con intensidad y, por ende, hacer que el tiempo se sienta más prolongado.
La psicología cognitiva ha estudiado este fenómeno durante décadas. William James, considerado el padre de la psicología moderna, ya apuntaba en 1890 que la novedad es crucial en la percepción del tiempo. Investigaciones recientes en neurociencia confirman que la dopamina, un neurotransmisor relacionado con el aprendizaje y la recompensa, se libera más intensamente cuando vivimos experiencias nuevas, lo que facilita la codificación de recuerdos y alarga la sensación temporal.
Un experimento revelador mostró que, al solicitar a adultos y niños que estimaran la duración de una misma actividad placentera, los niños tendían a decir que había durado más. Esto sugiere que la experiencia inmediata se percibe de manera diferente dependiendo de la edad.
Además, se ha demostrado que las vacaciones son esenciales tanto para los niños como para los adultos. Al romper con nuestras rutinas, nos permitimos descubrir nuevos lugares y perspectivas, lo que fomenta la creatividad y mejora el rendimiento cognitivo. Curiosamente, los descansos cortos pueden ser más restauradores que unas vacaciones largas, y el contacto con la naturaleza y actividades culturales refuerzan los vínculos familiares y sociales.
Estrategias para prolongar la sensación de verano
Si los días de vacaciones parecen escurrirse entre los dedos, podemos aprender de nuestra infancia y adoptar estrategias para “estirarlos”. No se trata de añadir días al calendario, sino de enriquecer cada momento. Algunas sugerencias incluyen romper la rutina, probar nuevas actividades y vivir el presente mediante prácticas de atención plena. También es importante reducir las prisas para disfrutar más plenamente de los días de descanso.
Registrar experiencias agradables, ya sea mediante un diario o fotografías (sin caer en la trampa de las redes sociales), puede reforzar la memoria, y al mirar atrás, sentiremos que el tiempo fue más extenso. En última instancia, la clave para experimentar un eterno verano radica en recuperar esa mirada infantil: abrirnos a lo inesperado y permitir que cada día deje huella en nuestras vidas.
Los veranos no han cambiado en duración; somos nosotros quienes los percibimos de manera diferente. Es fundamental recordar que lo que da longitud al tiempo no son los relojes, sino la riqueza de lo vivido.
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